lunes, 7 de marzo de 2011

EL DISCURSO DEL MÉTODO DE DESCARTES



El discurso del método no es una obra filosófica en sentido estricto. Es una historia, la narración de una vida intelectual. Casi como en una novela de aventuras, se nos narra una peripecia, la búsqueda del más importante de los tesoros: la verdad. Nuestro protagonista es un joven inquieto, insatisfecho, bien educado. Su época es una era de crisis en lo social, de guerras en lo político, de quiebra del principio de autoridad y de escepticismo en el mundo del pensamiento. Así se nos presenta él mismo. «Me eduqué en las letras desde mi infancia y como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, tenía extremado deseo de aprenderías. Pero tan pronto terminé el curso de los estudios, al cabo de los cuales se acostumbra a entrar en la categoría de los doctos, cambié por completo de opinión. Me embargaban, en efecto, tantas dudas y errores que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el recono­cer más y más mi ignorancia». Como en los grandes relatos marítimos, le podemos imaginar de adolescente paseando por el puerto, aburrido de la estrecha vida en tierra, soñando con surcar los mares en busca del gran tesoro. «Por ello, tan pronto mi edad me permitió salir del dominio de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras, y resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en tratar gente de diversos humores y condiciones, en recoger varías experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me depa­raba y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho de ellas.

Engolfado en estos viajes, a la edad todavía temprana de 23 años, en Alema­nia, donde «pasaba todo el día solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tran­quilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos», nuestro narrador tiene una iluminación y descubre el mapa del tesoro, «el verdadero método para llegar al conocimiento». Primero, un criterio de verdad: la evidencia, es decir, la claridad y distinción en la idea que nos viene dada por la intuición; junto a esto el método deduc­tivo que, a imitación de las matemáticas, nos permite establecer cadenas de razona­mientos. Segundo, tres reglas: una, análisis para llegar a lo simple; dos, síntesis para ascender a lo complejo; tres, enumeraciones rigurosas.

Sin embargo, aunque ya tenga el mapa, aún es pronto para fletar un barco y dirigirse a la isla del tesoro. «Mas como esto es la cosa más importante del mundo, y donde es más de temer la precipitación y la prevención, comprendí que no debía acometer esta empresa hasta llegar a una edad bastante más madura que la de 23 años que entonces contaba, dedicando el tiempo a prepararme para ella…» A partir de entonces vive una época de preparación, acumula experiencia, se ejercita en su método, habita en la casa bien protegida de sus regla éticas. Transcurridos nueve años, seguro ya de sus fuerzas, se decide y emprende la larga travesía por el océano de la duda. Navegando en ella y por ella, destruye todas las creencias que hasta entonces había tenido. Las provenientes de la autoridad – Aristóteles y la escolástica -; las provenientes de la experiencia, de los sentidos; hasta las derivadas de su gran amor: las matemáticas. Todas en ruinas. Al final sólo quedará él mismo, su conciencia. ¿Qué soy? Se preguntará. «Una cosa pensante» será su respuesta. El mapa del tesoro – su método – le ha conducido al cofre enterrado, una proposición absolutamente verdade­ra por indudable: «Pienso, luego existo». Ha encontrado el punto de apoyo que pidie­ra Arquímedes. Ahora bien ¿Cómo volver a puerto?, ¿cómo retornar a la patria?. En su implacable duda metódica el narrador ha destruido todo y ha quedado encerrado en la isla de la subjetividad, del yo, de la conciencia. ¿Y si al fin y al cabo todo fuera una construcción de la mente?, ¿y si el mundo exterior fuese un sueño, pura fantasmagoría? Peor aún ¿y si ni siquiera existiese? Entonces, ¿cómo volver?, ¿cómo recuperar el mundo? Encerrado en la idea sólo una Idea con mayúscula puede asegurar la realidad. Una idea que por su propia esencia implique su existencia. Esa idea es Dios. De ahí la necesidad ineludible para el racionalismo idealista de Descartes de demostrar su «rea­lidad». Sin Dios el viaje introspectivo a la conciencia, la fundamentación de las cosas en la mente, no tiene billete de vuelta. Y nuestro narrador no sólo “demostrará” que Dios existe, también concluirá que en tanto perfecto no nos engaña: la verdad está pues al alcance de la razón humana. Nuestro narrador ya puede volver al mundo, ya tiene barco, ya tiene océano, ya tiene un viento favorable, ya nos puede traer a todos el gran tesoro: la certeza existe, el conocimiento indudable es posible para una mente bien dirigida. Res cogitans – la mente – más discurso del método es igual a conocimiento de la res extensa – la materia –. La ciencia tiene vía libre para conocer el mundo una vez separado éste del espíritu y convertido en mecanismo.

Siglos después la duda vuelve de otra forma, porque cuando Descartes emprendió su aventura marítima en busca del conocimiento, pertrechado con la duda y en busca de la certeza, hizo trampa: tenía un flotador que le aseguraba el triunfo de su viaje; un flotador que, en caso de naufragio, le permitiría volver a la superficie a respirar aire puro. Por más que fuese atacado por las tormentas de la duda, por más que se enredase en las algas de la subjetividad, la existencia de Dios le confirmaba que el “mundo” existía. Muerto Dios la cosa se pone más difícil. Y, hete aquí, que, ahora, filósofos se preguntan si vivimos en un sueño de palabras, artistas dicen que sus obras son ininteligibilidades íntimas y científicos consideran inútil la pregunta de si detrás de sus descripciones formales de las relaciones entre percepciones se esconde un mundo “real”. ¿Ese cogito, ese método, esa razón desvinculada, se limita a conocer o nos empuja no sólo a dominar la naturaleza, sino también a destruiría?, ¿qué tipo de conocimiento nos da?, ¿qué es lo que realmente conocemos con él? Y, en última instancia, ¿podemos “realmente” conocer “lo real”? La duda encerrada en el sujeto nos conduce a dudar sobre la existencia del objeto. La travesía iniciada por Descartes acaba en nuestro propio cerebro: sólo conocemos nuestra forma de conocer. Callejón sin salida, tiempo de lo inefable. Los que crean en la existencia de “lo real” tendrán que encontrar otro mapa del tesoro.

Pero el comienzo del Discurso del Método sigue siendo una de las mayores proclamas a favor de la libertad e igualdad de los hombres: «El buen sentido es la cosa que mejor está repartida en el mundo…»

Ramón Qu

viernes, 21 de enero de 2011

Sobre el espacio y el tiempo



Es sabido que una de las mejores formas de conocer una cultura es comprender sus ideas sobre el espacio y el tiempo. Así, en el caso de que quisiéramos hablar del occidente contemporáneo, quizás tuviésemos que empezar por valorar lo que ha significado el paso de la teoría de Newton del tiempo y el espacio absolutos a la teoría de la relatividad de Einsten. Pero éste no es nuestro objetivo, ni estamos capacitados para abordar tema tan complejo. Pretendemos únicamente hacer una pequeña reflexión sobre el cómo vivimos subjetivamente el espacio y el tiempo en nuestra existencia cotidiana. Y sólo en un aspecto muy concreto.
En el área desarrollada del mundo moderno, el espacio y el tiempo han sufrido un doble movimiento. Por un lado, se han expandido. Del espacio reducido a un valle o comarca de nuestros abuelos, hemos pasado a tener la posibilidad de ensanchar nuestro horizonte al planeta entero. De la misma manera, el tiempo, en su acepción más íntima, tiempo vital, ha crecido, tanto si lo medimos por años, como si lo juzgamos con criterios de calidad de vida. Por otro lado, ambos han sufrido una contracción. Gracias a unas tecnologías enfocadas a la velocidad, viajamos al otro lado del globo en unas horas cuando tan sólo hace un siglo hubiésemos tardado meses o años. Y no sólo eso, podemos asistir en directo a un hecho que acaece a miles de kilómetros. Es a este punto a donde queríamos llegar.
Pongamos un ejemplo. Es un día de finales de verano. Acabamos de comer después de darnos un chapuzón en la playa. Encendemos el televisor. Ante nuestros ojos un rascacielos en llamas. Está ocurriendo en Nueva York, pero lo estamos viendo en, pongamos, Santander. En Nueva York son las nueve pasadas, en Santander casi las cuatro. “Es como una película” pensamos. Pero somos conscientes de que no es una película, aunque sólo sea por el cartel de “directo” en una esquina de la pantalla. De pronto otro avión se estrella contra la vecina torre gemela. Los hechos se suceden: personas que se arrojan de las ventanas, gente corriendo por las calles, una torre se derrumba, la otra no tarda en caer. Gracias a la televisión el “aquí y ahora” de Nueva York, es también el “aquí y ahora” de Santander. Pero, a pesar de todo, sabemos que, junto a esa simultaneidad que nos trae el televisor, persiste el hecho de que Nueva York es un ”allí y entonces” de nuestro “aquí y ahora”.
Podemos multiplicar los ejemplos: cadáveres en un campo de refugiados de Gaza, bombas sobre Bagdad, misiles en Chechenia, terremotos en China, inundaciones en la India, niños hambrientos que nos miran desde África. “Aquís y ahoras” ajenos solapándose con nuestros “aquís y ahoras”. En directo, mientras tomamos una sopa. Pero persistiendo como un “allí y entonces” al otro lado de la pantalla. ¿Cómo vivimos este fenómeno contradictorio?.
Espacio y tiempo que se contraen hasta fundirse en la simultaneidad. Espacio y tiempo que se expanden empequeñeciéndonos, reduciéndonos a puntos, aplastándonos con el peso de una información excesiva. “Aquís y ahoras” de cualquier lugar y momento del mundo que penetran en los “aquís y ahoras” de nuestra sala de estar. Los vemos frente a nosotros. Pero sólo los vemos. No podemos actuar. Ojos sin manos. La pantalla me los trae, pero me los hace inaccesibles. Su misma proximidad es inseparable de su absoluta lejanía. Simultaneidad no es contemporaneidad. El conocimiento desborda la sensibilidad.
¿Se puede restañar esta herida?, ¿es posible integrar en la mente y en el corazón este espacio y este tiempo que, al contraerse, introducen en nuestras casas a ese niño que se está muriendo de hambre, “aquí y ahora”, delante de nuestros ojos, y que, al expandirse, nos lo pone fuera del alcance de nuestras manos, de nuestra necesidad inmediata de ayudarle, “allí y entonces”, al otro lado de la pantalla? ¿Qué pasa con nuestra indignación? ¿Hay una salida a nuestra impotencia? ¿ Es culpa o es deber? ¿Bastará con dar una limosna al mendigo que nos cruzamos por la calle? ¿Seremos capaces de convertir ese espacio y ese tiempo que se contraen en una forma de llegar más lejos, y ese espacio y ese tiempo que se expanden en una manera de estar más cerca? ¿Habrá que hacer del tiempo: memoria, acción, esperanza, y del espacio: diálogo, intercambio de vivencias, campo de lucha? ¿O estaremos condenados a decir: “Por favor, cambia de canal, no soporto ver tanta desgracia”?
Ramón Qu

domingo, 9 de enero de 2011

Narciso se mira en el texto



En el mundo de la lectura se da un hecho curioso: la mayoría de los lectores tiende a considerar las actitudes e ideas de los personajes de ficción como coincidentes con las particulares del escritor; tendencia que se hace identificación total cuando la voz narrativa es en primera persona. Al parecer, no se trataría tanto de que el lector no supiese diferenciar la ficción de la realidad, cuanto de que no separase al autor del texto. ¿Por qué es esto así?, ¿cuáles son las causas que impulsan a leer de esta manera?, ¿qué es leer cuando se lee de esta forma?...
Afinemos las preguntas y planteémonos en primer lugar la siguiente: ¿qué concepción del texto subyace a este tipo de lectura? Veamos una posible respuesta. Según este tipo de lectura el texto no es algo objetivo, un artificio creado para producir un efecto y construir un sentido a través de unos determinados recursos narrativos. Por el contrario el texto es la cristalización lingüística de las capacidades expresivas de una persona, el autor, y, en última instancia, él mismo persona. El texto, pues, no sería un “que”, sino un “quien”, una voz que nos habla y nos conmueve, una mirada cuyo interior queremos descifrar o ante la cual deseamos exponer nuestras interioridades, un alguien dotado de sentimientos, voluntad e ideas, en definitiva, de vida psíquica. Si esto es así el meollo de un texto no estaría en su hacer sobre el lector – sentir y sentido – sino en su ser frente al lector – una persona atractiva o repelente –.
Llegados a este punto podemos plantearnos una segunda pregunta ¿qué tipo de relación establece un lector con un texto-persona? A costa de parecer de perogrullo la única respuesta posible es una relación personal, es decir, una relación caracterizada por el calor y la intimidad, por el encuentro de subjetividades, por el roce de psicologías, por el acercamiento de yoes. La lectura quedaría transformada en un espacio de sinceridad y autenticidad, en una búsqueda de sentimientos y experiencias afines, en una revelación de identidades, en definitiva y de nuevo, en un intercambio de vida psíquica.
Pero analicemos más de cerca este tipo de relación personal con el texto-persona. En primer lugar habría que decir que esta relación no es una relación de igualdad. El texto-persona no es meramente una persona, es una personalidad, o sea, un alguien cuya manera de pensar o comportarse es original y le distingue de la gente corriente. El texto-persona tiene una identidad recia, acusada, vigorosa, no teme exponerla a la vista del otro, la expresa sin reparos y con virtuosismo. El lector-persona, por el contrario, no sabe quién es, teme el juicio ajeno, desearía manifestar su mismidad pero no halla en sí los recursos expresivos para ello. Consciente de su débil identidad, el lector-persona buscará en la fuerte identidad del texto-persona la suya propia, identificándose con ella. En segundo lugar habría que decir que la relación personal con el texto-persona es una relación narcisista. El lector-persona, autoabsorbido en la caza y captura de su yo auténtico, en sus deseos perentorios, oscuros y ambivalentes, en la caótica galería de horrores y sentimientos encontrados de su vida interior, mira a su alrededor y todo está lleno de sí mismo. Las cosas no son para él, son él. Sin embargo, debido a su propia falta de identidad, vacía el mundo al proyectar su vacío. El bucle se cierra y la paradoja se anuda. Entonces concibe al texto-persona como una psique ordenada, brillante, pulida, lo convierte en lo que desea para sí, lo hace espejo, lo mira para poder verse. Y así perseguirá en el texto-persona su propia imagen, es decir, aquello que le simbolice, le represente, le signifique, le construya, le dé entidad y sentido.
Puestas así las cosas ¿qué consecuencias tendría sobre el autor, el texto y el lector esta forma de leer como relación personal? El autor buscaría con sus estrategias narrativas construir efectos superficiales y fácilmente reconocibles que llevaran con eficacia al lector a procesos primarios de afinidad e identificación. El texto pasaría a ser un pretexto, un mercado virtual en dónde se intercambiaría vida psíquica. El lector quedaría reducido a la pasividad, al silencio, a la experiencia vicaria y, en última instancia, a la reproducción de su impotencia. En definitiva, la relación personal que decía querer calor, intimidad, sinceridad y autenticidad se revela como un estado que convierte al autor en un seductor, al texto en una navaja suiza dispuesta para los mil usos que demande su consumidor, y al lector en un Narciso chapoteando en las líneas tipográficas.

Ramón Qu

lunes, 20 de diciembre de 2010

Un veinte de diciembre:

El presidente del gobierno español es un incomprendido. El presidente del gobierno español se siente una víctima. El presidente del gobierno español está triste. Con gesto serio, ademán resuelto y voz firme, ha afirmado que hará lo que hay que hacer “cueste lo que cueste” y “me cueste lo que me cueste”. Frase memorable digna de una estatua equina en la plaza Mayor, o mejor de un “alea jacta est” en un rubicón crecido, o ¿por qué no? de un “¿tú también, Brutus?” en las escaleras del Senado. Incomprendido, pero inmarcesible; víctima, por héroe; no un triste estadista, sino un estadista triste; el presidente del gobierno español sufrirá los golpes y dardos de la insultante Fortuna, pero tomará las armas contra este piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabará con ellas…
Claro que el presidente del gobierno no nos dice que su “me cueste lo que me cueste” ya está amortizado. Él – como todos – sabe que si se presenta perderá sin remedio las próximas elecciones generales, pues el cuerpo electoral, materialista y villano, sanchopanzesco al cabo, nada conoce de la grandeza del alma de los caballeros andantes del Estado, de los molinos de la Deuda y de la triste figura del Déficit. Tampoco nos menciona que ese “cueste lo que cueste” lo habrán de pagar los trabajadores y los pensionistas. Pequeño detalle que, después de todo, no conviene exagerar: tanto los unos como los otros están bien acostumbrados a apretarse el cinturón desde que se descubrió el doblar la cintura, el quebrar el espinazo y los trabajos, los parados y los días. Ni, por último, nos aclara que ese “se hará” se refiere a lo “que hay que hacer” según gusto, criterio y mandato de los mercados, nombre familiar, diminutivo o mote cariñoso de determinados individuos, bancos y multinacionales, también conocidos por sus apellidos, siglas, anagramas y abultados beneficios. Nos hablará, eso sí, de los cambios en el mercado laboral, del recorte del gasto público, de la moderación salarial, de la reforma del sistema de pensiones… todas ellas medidas inaplazables y sacrificios necesarios para la transformación de la obsoleta estructura productiva española en una economía más abierta, más competitiva, más sostenible para ellos y más sostenida por nosotros. ¿Acaso no son los bancos los que nos prestan dinero?, ¿acaso no son las empresas las que generan trabajo?, ¿acaso no son ellos los verdaderos creadores de riqueza? Entonces, si esto es así ¿qué mejor forma de ayudarnos que ayudarlos? ¿Y qué mejor forma de ayudarlos que aumentando sus beneficios a costa de salarios, pensiones y gastos sociales? ¿No es ley matemática irrebatible que 2 y 2 son 4 para nosotros, y 22 para ellos? Pues eso: el agua clara y el chocolate expresso.
Es posible que el presidente piense, quiera o le convenga pensar que dadas las circunstancias no se puede hacer más, que sin él las cosas serían peor, que, en definitiva, se encuentra secuestrado, maniatado y sometido al cegador foco en los ojos de los poderes económicos internacionales. Bien, si esto es así que lo diga: hay gente dispuesta, no ya a regalarle unas gafas de sol, sino a tratar de romper las ligaduras. Pero nunca dirá una cosa así. Prefiere el “cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste” y otros sonetos que le manda hacer Violante. Porque el presidente del gobierno español no gobierna para las clases trabajadoras que le dieron su voto y que prometió que nunca defraudaría. No, nuestro triste presidente triste gobierna para los mercados, por mucho que nos quiera hacer creer que gobierna para la Historia y por muchos suspiros que se escapen de su boca de fresa… ¿O era de serpiente?


Ramón Qu