viernes, 21 de enero de 2011

Sobre el espacio y el tiempo



Es sabido que una de las mejores formas de conocer una cultura es comprender sus ideas sobre el espacio y el tiempo. Así, en el caso de que quisiéramos hablar del occidente contemporáneo, quizás tuviésemos que empezar por valorar lo que ha significado el paso de la teoría de Newton del tiempo y el espacio absolutos a la teoría de la relatividad de Einsten. Pero éste no es nuestro objetivo, ni estamos capacitados para abordar tema tan complejo. Pretendemos únicamente hacer una pequeña reflexión sobre el cómo vivimos subjetivamente el espacio y el tiempo en nuestra existencia cotidiana. Y sólo en un aspecto muy concreto.
En el área desarrollada del mundo moderno, el espacio y el tiempo han sufrido un doble movimiento. Por un lado, se han expandido. Del espacio reducido a un valle o comarca de nuestros abuelos, hemos pasado a tener la posibilidad de ensanchar nuestro horizonte al planeta entero. De la misma manera, el tiempo, en su acepción más íntima, tiempo vital, ha crecido, tanto si lo medimos por años, como si lo juzgamos con criterios de calidad de vida. Por otro lado, ambos han sufrido una contracción. Gracias a unas tecnologías enfocadas a la velocidad, viajamos al otro lado del globo en unas horas cuando tan sólo hace un siglo hubiésemos tardado meses o años. Y no sólo eso, podemos asistir en directo a un hecho que acaece a miles de kilómetros. Es a este punto a donde queríamos llegar.
Pongamos un ejemplo. Es un día de finales de verano. Acabamos de comer después de darnos un chapuzón en la playa. Encendemos el televisor. Ante nuestros ojos un rascacielos en llamas. Está ocurriendo en Nueva York, pero lo estamos viendo en, pongamos, Santander. En Nueva York son las nueve pasadas, en Santander casi las cuatro. “Es como una película” pensamos. Pero somos conscientes de que no es una película, aunque sólo sea por el cartel de “directo” en una esquina de la pantalla. De pronto otro avión se estrella contra la vecina torre gemela. Los hechos se suceden: personas que se arrojan de las ventanas, gente corriendo por las calles, una torre se derrumba, la otra no tarda en caer. Gracias a la televisión el “aquí y ahora” de Nueva York, es también el “aquí y ahora” de Santander. Pero, a pesar de todo, sabemos que, junto a esa simultaneidad que nos trae el televisor, persiste el hecho de que Nueva York es un ”allí y entonces” de nuestro “aquí y ahora”.
Podemos multiplicar los ejemplos: cadáveres en un campo de refugiados de Gaza, bombas sobre Bagdad, misiles en Chechenia, terremotos en China, inundaciones en la India, niños hambrientos que nos miran desde África. “Aquís y ahoras” ajenos solapándose con nuestros “aquís y ahoras”. En directo, mientras tomamos una sopa. Pero persistiendo como un “allí y entonces” al otro lado de la pantalla. ¿Cómo vivimos este fenómeno contradictorio?.
Espacio y tiempo que se contraen hasta fundirse en la simultaneidad. Espacio y tiempo que se expanden empequeñeciéndonos, reduciéndonos a puntos, aplastándonos con el peso de una información excesiva. “Aquís y ahoras” de cualquier lugar y momento del mundo que penetran en los “aquís y ahoras” de nuestra sala de estar. Los vemos frente a nosotros. Pero sólo los vemos. No podemos actuar. Ojos sin manos. La pantalla me los trae, pero me los hace inaccesibles. Su misma proximidad es inseparable de su absoluta lejanía. Simultaneidad no es contemporaneidad. El conocimiento desborda la sensibilidad.
¿Se puede restañar esta herida?, ¿es posible integrar en la mente y en el corazón este espacio y este tiempo que, al contraerse, introducen en nuestras casas a ese niño que se está muriendo de hambre, “aquí y ahora”, delante de nuestros ojos, y que, al expandirse, nos lo pone fuera del alcance de nuestras manos, de nuestra necesidad inmediata de ayudarle, “allí y entonces”, al otro lado de la pantalla? ¿Qué pasa con nuestra indignación? ¿Hay una salida a nuestra impotencia? ¿ Es culpa o es deber? ¿Bastará con dar una limosna al mendigo que nos cruzamos por la calle? ¿Seremos capaces de convertir ese espacio y ese tiempo que se contraen en una forma de llegar más lejos, y ese espacio y ese tiempo que se expanden en una manera de estar más cerca? ¿Habrá que hacer del tiempo: memoria, acción, esperanza, y del espacio: diálogo, intercambio de vivencias, campo de lucha? ¿O estaremos condenados a decir: “Por favor, cambia de canal, no soporto ver tanta desgracia”?
Ramón Qu

domingo, 9 de enero de 2011

Narciso se mira en el texto



En el mundo de la lectura se da un hecho curioso: la mayoría de los lectores tiende a considerar las actitudes e ideas de los personajes de ficción como coincidentes con las particulares del escritor; tendencia que se hace identificación total cuando la voz narrativa es en primera persona. Al parecer, no se trataría tanto de que el lector no supiese diferenciar la ficción de la realidad, cuanto de que no separase al autor del texto. ¿Por qué es esto así?, ¿cuáles son las causas que impulsan a leer de esta manera?, ¿qué es leer cuando se lee de esta forma?...
Afinemos las preguntas y planteémonos en primer lugar la siguiente: ¿qué concepción del texto subyace a este tipo de lectura? Veamos una posible respuesta. Según este tipo de lectura el texto no es algo objetivo, un artificio creado para producir un efecto y construir un sentido a través de unos determinados recursos narrativos. Por el contrario el texto es la cristalización lingüística de las capacidades expresivas de una persona, el autor, y, en última instancia, él mismo persona. El texto, pues, no sería un “que”, sino un “quien”, una voz que nos habla y nos conmueve, una mirada cuyo interior queremos descifrar o ante la cual deseamos exponer nuestras interioridades, un alguien dotado de sentimientos, voluntad e ideas, en definitiva, de vida psíquica. Si esto es así el meollo de un texto no estaría en su hacer sobre el lector – sentir y sentido – sino en su ser frente al lector – una persona atractiva o repelente –.
Llegados a este punto podemos plantearnos una segunda pregunta ¿qué tipo de relación establece un lector con un texto-persona? A costa de parecer de perogrullo la única respuesta posible es una relación personal, es decir, una relación caracterizada por el calor y la intimidad, por el encuentro de subjetividades, por el roce de psicologías, por el acercamiento de yoes. La lectura quedaría transformada en un espacio de sinceridad y autenticidad, en una búsqueda de sentimientos y experiencias afines, en una revelación de identidades, en definitiva y de nuevo, en un intercambio de vida psíquica.
Pero analicemos más de cerca este tipo de relación personal con el texto-persona. En primer lugar habría que decir que esta relación no es una relación de igualdad. El texto-persona no es meramente una persona, es una personalidad, o sea, un alguien cuya manera de pensar o comportarse es original y le distingue de la gente corriente. El texto-persona tiene una identidad recia, acusada, vigorosa, no teme exponerla a la vista del otro, la expresa sin reparos y con virtuosismo. El lector-persona, por el contrario, no sabe quién es, teme el juicio ajeno, desearía manifestar su mismidad pero no halla en sí los recursos expresivos para ello. Consciente de su débil identidad, el lector-persona buscará en la fuerte identidad del texto-persona la suya propia, identificándose con ella. En segundo lugar habría que decir que la relación personal con el texto-persona es una relación narcisista. El lector-persona, autoabsorbido en la caza y captura de su yo auténtico, en sus deseos perentorios, oscuros y ambivalentes, en la caótica galería de horrores y sentimientos encontrados de su vida interior, mira a su alrededor y todo está lleno de sí mismo. Las cosas no son para él, son él. Sin embargo, debido a su propia falta de identidad, vacía el mundo al proyectar su vacío. El bucle se cierra y la paradoja se anuda. Entonces concibe al texto-persona como una psique ordenada, brillante, pulida, lo convierte en lo que desea para sí, lo hace espejo, lo mira para poder verse. Y así perseguirá en el texto-persona su propia imagen, es decir, aquello que le simbolice, le represente, le signifique, le construya, le dé entidad y sentido.
Puestas así las cosas ¿qué consecuencias tendría sobre el autor, el texto y el lector esta forma de leer como relación personal? El autor buscaría con sus estrategias narrativas construir efectos superficiales y fácilmente reconocibles que llevaran con eficacia al lector a procesos primarios de afinidad e identificación. El texto pasaría a ser un pretexto, un mercado virtual en dónde se intercambiaría vida psíquica. El lector quedaría reducido a la pasividad, al silencio, a la experiencia vicaria y, en última instancia, a la reproducción de su impotencia. En definitiva, la relación personal que decía querer calor, intimidad, sinceridad y autenticidad se revela como un estado que convierte al autor en un seductor, al texto en una navaja suiza dispuesta para los mil usos que demande su consumidor, y al lector en un Narciso chapoteando en las líneas tipográficas.

Ramón Qu